Paul Theroux pertenece a esa genial generación de escritores de literatura de viajes, constituida por otros grandes nombres como Robert Kaplan, Bill Bryson, Norman Lewis o Ryszard Kapuscinski, que tantos miles de anécdotas y aventuras nos ha traído en la segunda mitad del siglo XX. De unos y otros probablemente acabaré hablando en futuros blogs, ya que sus obras, peregrinaciones mágicas por los paisajes más remotos, ocupan desde siempre un lugar privilegiado en mi modesta colección literaria. Pero en este caso, es el norteamericano Theroux el ilustre protagonista. ¿El motivo? haber leído de nuevo un libro que me fascinó hace años y que fue el "culpable" de que mi interés por la civilización y la cultura china se multiplicara por mil. Gracias a Theroux, conocí a los grandes clásicos de la literatura china, la obra de Confucio, los nuevos escritores que intentan asomar la cabeza bajo el yugo comunista (genial Qui Xaolong), y sobre todo, las entrañas de un pueblo de mil trescientos millones de personas que vivieron (y viven) aislados del mundo. China es, a día de hoy, el último gran misterio para el mundo occidental.
Hay que tener en cuenta que "Riding The Iron Rooster" (En el Gallo de Hierro) nació hace más de veinte años, cuando el gobierno aún no había seguido las pautas capitalistas del resto del mundo y la estética social-comunista en las ciudades, especialmente en las grandes urbes como Pekin (Beijing), era una copia de la sobria arquitectura soviética. Todo esto ocurrió antes de que aparecieran los grandes rascacielos, los hoteles de mil habitaciones, los centros comerciales de nueve plantas y las luces de neón reflejadas sobre el asfalto mojado del gigante asiático. El viaje de Theroux se llevó a cabo en una época en la que era casi imposible encontrar a un chino que hablara inglés (de hecho, Paul utiliza casi siempre el chino para comunicarse) y fue una convivencia, durante muchos meses, con la China rural y sus habitantes.
El Gallo de Hierro es un viejísimo tren que deambula por las zonas más inhóspitas de China y que debe su nombre a la precariedad de sus servicios: como el Gallo de Hierro, no regala ni una pluma. Pero para comenzar su viaje, Theroux ha partido de la estación de Londres y ha atravesado media Europa. Ha paseado por la Rusia descuartizada por los comunistas, ha atravesado la soledad de Siberia, ha experimentado la inocencia de Mongolia (vapuleada por sus hermanos soviéticos) y ha aparecido en Pekín, dispuesto a desentrañar los enigmas chinos tras una locomotora de vapor. Visitará los lugares imprescindibles para cualquier viajero (Pekin y Shanghai) pero también recalará en el Lago del Cielo, en Guilin, en Lanzhou, en Chengdu. Soportará resignado la afición de los chinos por escupir - son el único país del mundo que aún utiliza escupideras - , las carencias de hoteles ruinosos sin calefacción donde hay que dormir con el gorro y la bufanda puestos, los miles de paisajes diferentes (arrozales, cordilleras interminables, ríos míticos), y los centenares de personas distintas que entran y salen de su recorrido, desde jóvenes universitarios que sueñan con fugarse a Estados Unidos a guardias rojos leales a la austeridad comunista, ancianos que se admiran ante su escritura latina, intelectuales humillados en la Revolución Cultural (físicos y químicos que acabaron trabajando en las porquerizas). Una nación que Theroux reconoce como hermética y difícil pero uno de los pocos lugares de la tierra donde aún hay miles de aldeas que no conocen la civilización (¿sabías que en algunas áreas de China aún viven auténticos cavernícolas, pueblos enteros que viven en grutas? y en un estado más rudimentario que el Sacromonte granadino, claro...)
Theroux recorre estos pueblos y ciudades bajo la atenta mirada de un funcionario del gobierno chino, temeroso de que un escritor olisquee en sitios donde es mejor no entrar. Pero esto dura poco tiempo y Theroux logra zafarse de la vigilancia y emprender una aventura que le llevará a cruzar desiertos, a conducir por puertos de montaña a cinco mil metros de altura, a zafarse de los vendedores de baratijas y antigüedades y, sobre todo, a entrevistarse con cientos de personas que no sólo le hablarán del drama político (el ejército, la represión, la censura, la pena de muerte, el control de la natalidad, la no-libertad de expresión y la no- libertad de nada de nada) sino que también le mostrarán los secretos de una cultura milenaria, fascinante, que fue capaz de lo mejor y lo peor y que sigue siendo un enigma incluso para sus compatriotas asiáticos.
El viaje de Theroux es intenso, apasionante, crítico y a la vez devoto de muchas costumbres chinas. Finaliza quizás en el punto más débil de China, en una región que en realidad es un país ideológicamente independiente y en absoluto se siente parte de China, por mucho que China lo haya invadido e intentado colonizarlo. Estoy hablando del Tíbet, la región más despoblada del planeta, protegida por las cumbres más altas del mundo y refugio sagradísimo de budistas, pese a que el propio Dalai Lama se vea obligado a vivir exiliado en la India. Theroux se despide de nosotros en un paísaje de cuento, bajo el palacio de Potala en Lhasa, respirando el aire más puro del mundo, deseando volver a una tierra que me he prometido a mí misma poder visitar algún día.
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